El mundo perdido

En 1962, Rossellini dirigió Illibatezza, un cortometraje de 25 minutos para la película colectiva RoGoPaG (el nombre se forma en base a las iniciales de los directores que participaron en él: Rossellini, Godard, Pasolini y Gregoretti). Ana Maria, una azafata italiana que disfruta de filmar su vida con una cámara Super 8 y luego enviar las imágenes a su novio, es progresivamente acosada, durante su estadía en Bangkok, por Joe, un ejecutivo estadounidense. Al principio no se preocupa; un día se encuentran por la ciudad y luego de explicarle a Joe cómo utilizar su propia cámara de Super 8 incluso posa para él. Pero cuando la situación se vuelve hostil, su novio busca el consejo profesional de un psiquiatra. El especialista diagnostica que Joe sufre de una fascinación fetichista relacionada con el complejo de Edipo, y sugiere que Ana Maria cambie su apariencia. Así, ella pasa de morocha figura maternal a disipada rubia platino, descorazonando a su admirador que termina llorando mientras acaricia la vieja imagen de Ana Maria proyectada sobre una pared de su cuarto. Por doce años, esta sería la última película de Rossellini.
En su compacidad, Illibatezza ofrece uno de los momentos más tensos (si no el más tenso de todos) de la crisis que tiene lugar en la obra de Rossellini. Aquí el cine no solo está lejos de la verdad, sino que además es también un obstáculo para el conocimiento. Si para Rossellini el conocimiento está siempre involucrado en un proceso en el que se ve constantemente confrontado y modificado por las consecuencias del encuentro entre la acción humana y las apariencias, entonces la característica más importante de las apariencias es el cambio, ya que dicho cambio es aquello que fuerza al individuo a llevar adelante el proceso de búsqueda que podría permitirle alcanzar los límites del conocimiento. En un mundo que no cambiase nunca, el conocimiento humano no sería jamás confrontado, porque al cabo de un tiempo bastaría con la información acumulada, recibida de la comunidad, para enfrentarlo. En Illibatezza el problema no es que el cine pueda dar imágenes erróneas o distorsionadas (es decir, piezas de información mala); este no sería un problema grave ya que distinguir lo que está bien de lo que está mal es parte del proceso de conocimiento. Cuando Joe se enfrenta a la Ana Maria transformada, en vez de avanzar en su conocimiento busca refugio en la anterior y nunca mudable Ana Maria, que no es más que una sombra. Este es el pecado cinematográfico. Debido a su avasallador poder hipnótico, la información cinematográfica (que puede estar bien o mal) tiende a ser confundida con una apariencia, con un momento genuino de la experiencia. Como resulta evidente en las actitudes de Ana Maria y Joe ante la vida, el cine amenaza con reemplazar al conjunto actual de apariencias circundantes por otro de imágenes nunca cambiantes, interrumpiendo así el proceso de conocimiento y arruinando, por consiguiente, cualquier posibilidad para los humanos de acceder a la verdad. El cine puede funcionar como la etiqueta de Luis XIV, como un nuevo conjunto de apariencias convencionales para permitir a “alguien” controlar y dominar la percepción, el conocimiento y por ende la acción de una comunidad. En 1962, la sala de cine se ha transformado, para Rossellini, en la nueva Versalles.
Los telefilms históricos (y los dos últimos largometrajes biográficos) intentan evitar este pecado, presentándose “sinceramente” como información, trabajando a partir de (y en) la base del conocimiento de su tiempo y su comunidad. Si se trata de Sócrates, por ejemplo, la película no vale como realidad histórica o exposición del pensamiento del filósofo. Lo que estamos viendo es el lugar de Sócrates en una cultura particular. Por ello Sócrates es “heterosexualizado”, porque debe ser representado como una importante figura moral e intelectual, y para Rossellini la homosexualidad no tiene cabida allí (dado que, como hemos visto, no-heterosexual implica siempre moralmente mal).
Justamente, es debido a la sólida conexión que estableciese entre conocimiento y ética, entendida como se discute antes, que Rossellini cambió al cine para siempre. Tratándose de una acción humana – punto que ya aparece, como hemos visto, en su segunda película – cada película debe ser considerada una pieza de información con un impacto preciso en el conocimiento de una sociedad determinada, que tiene por tanto una dimensión moral. Si no podemos hablar de Rossellini en términos “estrictamente formales” es porque su obra misma nos prohíbe hacer tal cosa. El “cine moderno” es completamente distinto del arte modernista, donde la clave es, precisamente, la separación del mundo humano. La modernidad en el cine aparece como un problema de valores, no como un problema de opacidad de lenguaje.
Esta perspectiva, basada en el supuesto de la transparencia de las imágenes (no es coincidencia que Rosselllini haya tenido mejor suerte con la crítica francesa influenciada por Bazin que con la crítica marxista), ciertamente constituye una de las primeras grandes reflexiones del cine (dentro del cine), y como tal merece un lugar importante en el discurso crítico. No obstante, aceptarla como una verdad revelada – algo que la crítica ha hecho ya por demasiado tiempo – implica la aceptación del tumultuoso cúmulo de concepciones discutibles, etnocéntricas y excluyentes que produce (tan solo unas pocas discutidas a lo largo de este artículo).

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